23 mayo 2012

DIOS, CON SUS BRAZOS ABIERTOS




Cierta vez, una mujer ató una cinta amarilla en un viejo roble para darle la bienvenida a su esposo que regresaba de la guerra. Desde entonces, en los Estados Unidos la cinta amarilla simboliza una bienvenida para cualquier persona que sea esperada con anhelo.

¿Cómo hacer para que 52 rehenes americanos supiesen que su patria no los había olvidado? ¿Cómo hacer que supieran que ocho hombres valientes habían perdido la vida intentando rescatarlos? ¿Cómo iban a saber que les habían enviado bolsas repletas de cartas que habían quedado sin poder abrirse? ¿Y que las pocas cartas que les habían entregado habían sido censuradas?

Ignorada por la censura, una tarjeta postal que había enviado una niñita decía: “América no es América sin ustedes”. La carta de otra niña también pasó inadvertida por los censores: “Siento mucho que no hayan podido liberarlos. Espero que vuelvan a intentarlo”.

Una edición de la revista Time, que traía la historia completa del intento de rescate, fue enviada a los rehenes. Antes de entregarles la revista, cortaron la parte donde aparecía la historia, pero la olvidaron entre las últimas páginas. En la época de Navidad, un padre que los visitaba les dio, en apenas una frase, la seguridad que precisaban: “Nadia habla sobre otra cosa”. Los 52 rehenes no habían sido olvidados. Un mes después de esa visita, el secuestro terminó tan repentinamente como había comenzado. El largo sufrimiento había concluido.

El miedo, el hambre, los castigos, la terrible soledad, los falsos pelotones de fusilamiento, todo quedó en el pasado. Fueron 444 días monótonos e interminables. Pero ahora daban paso a una explosión de alegría y de reencuentros. Cincuenta y dos americanos se habían sentido tentados a pensar que nadie se interesaba en ellos. Innumerables llamados telefónicos, todo tipo de manifestaciones, las campanas de las iglesias tañendo… eran las señales de bienvenida. Finalmente, con el retorno al hogar estaban recuperando la libertad que les había sido quitada.

Los días de conmemoración fueron tan ruidosos como el día de la independencia. Tuvieron todas las características de una fiesta patria. Los americanos no se contentaron con atar una cinta amarilla en un viejo roble. Ataron cintas por todas partes: en los árboles, los automóviles, los aviones, los portones de las casas. Ataron una cinta alrededor del edificio de la National Geographic, y la mayor cinta amarilla de la historia fue atada alrededor del estadio Super Dome en Nueva Orleáns.

Kilómetros y kilómetros de cintas. Filas interminables de gente dándoles la bienvenida. Jamás lo olvidarán. Pero, ¿valió la pena? Claro que sí. ¡Los rehenes estaban en casa! Ninguno de los 52 se había perdido, aunque no todos los cautivos regresaron. Han surgido varios informes que afirman que los soldados americanos, desaparecidos en combate, todavía están presos en Vietnam. Incluso se dice que algunos son mantenidos en cavernas.

Raoul Wallenberg fue llamado “el héroe perdido del holocausto”. Era un joven diplomático sueco. Un tórrido día de julio en 1944, llegó a Budapest con una misión que, según algunos, lo convirtió en el mayor héroe de la segunda guerra mundial. Era tímido, de voz calma y miembro de una ilustre familia sueca. Fue él quien realizó la proeza de liberar a más de cien mil judíos húngaros del exterminio nazi.

La tragedia surgió al final de la guerra. Wallenberg fue apresado por soldados de una nación aliada quienes lo acusaron de ser espía americano, y nunca más se tuvieron noticias de él. Sin embargo, una información anónima recibida en 1980 decía que aún estaba vivo, y que se lo mantenía como rehén en la celda 77 de una prisión muy concocida. No todos los rehenes regresan a casa.

Jesús habla de otro tipo de esclavitud: “Jesús les respondió: De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado”. (San Juan 8:34) Nadie es más esclavo que el que no puede ver sus propias cadenas.

Jesús describió su misión de manera clara y elegante mientras hablaba con algunas personas en su ciudad natal, Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuando me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos”. (San Lucas 4:18)

¿No es maravilloso? Jesús vino a libertar a los cautivos por el pecado de las ataduras que los aprisionan. Esas cadenas pueden romperse ahora. Esta es la promesa: “Porque el pecado no se enseñoreará de nosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia”. (Romanos 6:14)

Dios es el garante de esa promesa. Su poder está a disposición de cada uno de nosotros. Este planeta ha sido ocupado por los ejércitos de la rebelión desde la primera mañana de su historia. Todavía está en posesión del ángel caído y de un ejército de ángeles que se transformaron en demonios. Todavía están aquí. Somos sus rehenes. El día más triste de la historia de este planeta fue cuando el padre de nuestra raza se vendió a la rebelión; pero el hijo de Dios sabía lo que debía hacer. El Calvario ya estaba en sus planes. Lo sabemos por las Escrituras.

“Y la adoraron todos los moradores de la tierra cuyos nombres no estaban escritos en el libro de la vida del Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo”. (Apocalipsis 13:8)

El Calvario no fue una decisión improvisada. Pero, ¿qué podía hacer Dios para que todos supiéramos que las acusaciones del ángel caído eran falsas? Dios envió mensaje tras mensaje, envió ángeles y profetas, pero el enemigo hizo todo lo posible para bloquear los canales de comunicación entre Dios y el hombre.

Dios nos mandó una larga carta, llena de amor y esperanza, pero pocos se interesan en ella. Finalmente, mandó a su propio Hijo para que viviera entre nosotros durante 33 años. El Hijo fue perseguido, hostigado y tentado por el enemigo, de la misma manera que nos tienta a nosotros.

Jesús fue colgado en una cruz despreciable y dejó que los hombres lo clavasen en ella para morir en nuestro lugar, para sufrir la muerte que debía haber sido nuestra.

El amor encontró una manera de llegar hasta nosotros. Luego, Jesús regresó a la casa de su padre, dejándonos una promesa: “Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para ue donde yo estoy, vosotros también estéis”. (San Juan 14:3) ¡Qué promesa!

La Biblia menciona algunas actividades que desarrollaremos en la Nueva Tierra. “Edificarán casas, y morarán en ellas; plantarán viñas, y comerán el fruto de ellas. No edificarán para que otro habite, ni plantarán para que otro coma; porque según los días de los árboles serán los días de mi pueblo, y mis escogidos disfrutarán la obra de sus manos”. (Isaías 65:21, 22)

La ciudad eterna no es una utopía. “Porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”. (Hebreos 11:10) Observe la descripción que el apóstol Juan hace de la ciudad: “Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo de Dios, teniendo la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal. Tenía un muro grande y alto con doce puertas; y en las puertas, doce ángeles, y nombres inscritos, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel... Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero... Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero. La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Y las naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de ella; y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella. Sus puertas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche. Y llevarán la gloria y la honra de las naciones a ella. No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero”. (Apocalipsis 21:10-12, 14, 22-27)

En el cielo no habrán más dolencias. “Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán”. (Isaías 35:5, 6) “No dirá el morador: Estoy enfermo; al pueblo que more en ella le será perdonada la iniquidad”. (Isaías 33:24)

El apóstol Juan confirma esas promesas: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron”. (Apocalipsis 21:4)

Ya ha pasado algún tiempo desde que todas esas promesas fueron hechas, y algunos comenzaron a decir que nuestro Señor nos ha abandonado; que seremos rehenes para siempre. Pero doy gracias a Dios porque eso no es verdad. Nuestro Señor Jesús, mientras espera un poco más, por razones que pronto entenderemos, continúa buscando la forma de decirnos que no nos ha olvidado.

Amahl es el niñito lisiado de la ópera de Navidad de Menotti. En una parte de la obra describe el cielo nocturno. Entra en su casa extasiado y dice: “Mamá, ¡tienes que verlo! ¡Nunca he visto un cielo como éste! Algunas nubes oscuras y espesas reflejan la luz de la luna, los vientos suaves las barren como si el cielo se estuviera preparando para el baile del rey. Todas las luces se han encendido. Todas las antorchas están quemando, y el piso oscuro brilla como el cristal. Colgando sobre nuestro tejado hay una estrella del tamaño de una ventana que tiene una cola y se mueve a través del cielo como un carruaje de fuego”. Su madre, cansada, le dijo: “Amahl, ¿cuándo vas a dejar de decir mentiras? Te la pasas soñando el día entero. Estamos aquí sin nada que comer, sin leña para el fuego, sin una gota de aceite en la tinaja, y todo lo que haces es preocupar a tu madre con cuentos de hadas”.

¡El cielo no es un cuento de hadas! Todas las luces de Dios están encendidas y, dentro de muy poco, el Señor Jesús descenderá a través de un cortejo de estrellas para cumplir con su promesa. Y no se olvidará de ningún rehén que quiera regresar a casa. Piensa en todos los héroes que nunca fueron recibidos. Algunos jamás regresaron de los campos de batalla, y otros no recibieron ningún reconocimiento a su regreso. Muchos permanecerán mutilados hasta el regreso de Jesús. ¿Crees que fueron abandonados?

Mira aquellas luces brillantes que titilan a la distancia. Son las cintas amarillas de Dios, que aparecen en la noche para decir que él no se olvidó de ti. Jesús vendrá en breve y todos los que quieran ir con él, todos los que decidan ser incluidos en su misión de rescate, serán recordados. No olvidará a ninguno. Dile que quieres estar en su lista. Sus ángeles te encontrarán dondequiera que te encuentres: sufriendo en un hospital, cautivo en una caverna, en cualquier parte. ¡Nadie será olvidado! Jamás pienses que Dios no quiere que estés con él.

Hace algunos años, un joven discutió con su padre y se fue de la casa. Al salir, dijo: “No me volverás a ver nunca más”. Pasaron tres años. Fueron años difíciles. Quería regresar a su casa, pero tenía miedo. ¿Sería que su padre lo recibiría de nuevo? Un día, le escribió a su madre diciendo que iba a estar a bordo de un tren que pasaba por el frente de su casa. Le pidió que, si su padre estaba de acuerdo con que él volviese a la casa, ella colgara alguna cosa blanca en el jardín.

Viajaba ansioso, inquieto, cambiando de asiento a cada rato. Un pastor, que percibió la aflicción del muchacho, le preguntó qué le pasaba. El le contó su historia y ambos continuaron el viaje mirando por la ventana. En determinado momento, el muchacho se puso extremadamente nervioso: “Mi casa está después de esa curva, al pie de la colina. Por favor, mire si hay alguna cosa blanca en algún lugar, porque yo no tengo coraje para mirar”.

El tren disminuyó la velocidad al entrar en la curva y el pastor miró por la ventana hacia la ladera de la colina. De pronto, se descontroló y comenzó a gritar: “Mira, hijo, mira!” Había una pequeña casa de campo bajo los árboles, que apenas se podía divisar porque todo estaba cubierto de blanco. Aquellos padres solitarios habían tomado todas las sábanas de la casa, todas las fundas, todas las toallas, todos los manteles, hasta sus pañuelos, todo lo que pudieron encontrar de color blanco y los colgaron en la cuerda del tendedero, y en los árboles, y en las ventanas. El muchacho quedó pálido. Sus labios temblaban. Descendió del tren apresuradamente y corrió colina arriba en dirección a las sábanas que se mecían y hacia los brazos abiertos de sus padres.

Eso es lo que Dios hizo. Colgó todas las estrellas en el cielo. Todos los rehenes regresarán al hogar. ¡Qué caminata fantástica será aquella, cuando el mismo Jesús nos muestre el camino! Las cintas amarillas de Dios estarán por todos lados. Al son de hermosas melodías, los brazos abiertos de Dios nos darán la bienvenida.

Allí estarán los desaparecidos en combate. Los cautivos que Jesús vino a libertar, y los esclavos del pecado de todas las naciones también estarán allá. Todos habrán sido perdonados, lavados en la sangre del Cordero. Tú puedes estar ahí, si lo deseas. Dios ya hizo todos los arreglos para que así sea. Ahora te toca a ti tomar la decisión.

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